Este Blog ha nacido para dejar volar la imaginación, y al igual que las mariposas, anuncian su presencia con el aleteo de las alas, espero de vez en cuando volar para encontrar historias que contar.

20 de febrero de 2014

EL HOMBRE DEL MULADAR 2ª Parte


EL BASTARDO

Cuando llegó a la altura del puentecillo de la gavia del molino, algo que había en el medio le hizo dar un grito de miedo y un salto, mientras arrancaba a correr hacia atrás chillando y llorando. Era un enorme bastardo, de al menos diez metros, según creía él, que estaba enroscado como los del mazapán que traían los Reyes Magos, en medio del puente. El padre le había dicho que si veía un bastardo escapara rápido, porque los bastardos cuando ven a las personas hincan la cabeza en el suelo, empiezan a silbar y a dar bardiascazos a un lado y a otro con tanta fuerza que si te pillan y te aciertan en la cabeza, te matan. Así es que no se atrevía a pasar. Además, debía haber cazado una rata de agua, porque de la boca le salía lo que era medio cuerpo y las patas y el rabo del animal. Se sentó en el camino con la cesta para ver si pasaba alguien y le ayudaba, pero no pasaba nadie y el tiempo iba corriendo y su padre estaría que echaba las muelas porque no le llegaba el almuerzo, así es que pensó la manera de arreglar aquello. “Si paso, pensaba, puede que como está comiendo no me haga nada, pero puede que se crea que le voy a atacar y se ponga con la cabeza para abajo y me sacuda con la cola y me mate. Si no paso, el que me va a matar es mi padre y encima no se lo creerá. A ver qué hago”.
De repente vio como el tirador le asomaba por el bolsillo del pantalón y su cara se le iluminó con una amplia sonrisa.Cogió un canto janjarreño del camino de un buen tamaño, lo puso en el material, estiró las gomas con todas sus fuerzas y puso la cabeza del bastardo justo en medio de la uve del tirador. Asentó con firmeza las piernas, apretó los dientes y soltó la mano que sujetaba la piedra. La piedra salió disparada con un sonoro zumbido hacía la cabeza del bastardo y los huesos se quebraron como si fueran de mantequilla. El bicho sorprendido vomitó la rata y comenzó a dar botes y a retorcerse durante un buen rato, sacudiendo coletazos al aire, hasta que poco a poco cesaron y solo se movía la parte de atrás de la cola, ondulándose y estirándose levemente. De la cabeza, partida en dos por el impacto de la piedra, salía un hilillo de sangre que iba creando un charquito oscuro en la tierra del camino.
Cuando se aseguró que no se movía, se acercó con mucho cuidado y con un palito lo movió, para ver si estaba muerto. El animal tenía los ojos cerrados y la lengua bífida fuera de la boca, inmóvil. La rata estaba muerta al lado. Le dio una patada y la lanzó a la gavia. Luego se agachó, lo cogió por detrás de la cabeza y con dos juncos que arrancó en las junqueras hizo una especie de cordel, lo ató por detrás de la cabeza del animal y se lo llevó arrastrando el camino adelante.
Se cruzó con Nieves, la mujer de Piruja, que venía en el burro y, muy sorprendida al ver al niño arrastrando al bastardo, le preguntó donde lo había encontrado.
- Lo he matao yo de un cantazo, en la gavia del molino, dijo todo orgulloso.
- ¡Cojona, que valiente eres…! ¿Y no te dan miedo esos bichos?
- Si me dan miedo, pero no me dejaba pasar y lo ventilé con el tirador.
¡Anda, anda, -dijo Nieves-, que valiente eres…! Hala, galanito, vete deprisita no se te vaya a enfriar el almuerzo, que tu padre te estará esperando en la buerta.
El sol ya estaba un poco por encima del teso del horno, así es que serían cerca de las diez, por lo que el padre le había explicado. dedujo que iba tarde, porque hacía una hora que había salido de casa y el padre estaría enfadado. pero cuando le enseñara sus trofeos de caza se iba a quedar con la boca abierta. Entre los trigales de la derecha del camino se oía el cántico de una perdiz llamando a los polluelos y en las huertas de la izquierda se notaba el frescor de la tierra recién regada y las norias, movidas por los borricos, entonaban una melodía de notas discordantes cada vez que las lengüetas golpeaban las ruedas dentadas que hacían mover los arcaduces que sacaban el agua fresca del fondo del pozo y la iban dejando caer con precisión milimétrica sobre el cajón metálico, estratégicamente colocado, con una sonoridad cantarina, monocorde y eterna. Los borricos, con los ojos tapados con un trapo para evitar el mareo que produce estar todo un día dando vueltas en el atril de una noria, se movían acompasadamente, haciendo girar la maquinaria y creando un sonido monótono que se iba extendiendo por el valle y acababa confundiéndose por el cántico del agua del regatillo que discurría por el medio saltando de piedra en piedra.
Desde lejos vio al padre asomándose al camino, con el sombrero de paja, sabio en sudores, de la mano, haciéndole señales para que anduviera más de prisa mientras soltaba al aire sus silbidos de enfado.
_¡Se va a quedar pasmao, cuando vea el bastardo!, pensó. Y una sonrisa suave iluminó su cara.
Pero cuando iba llegando oyó los reniegos del padre y las piernas comenzaron a no estarse quietas y a temblar.
- ¡ Mandan cojones- oyó que decía-; y que no hay manera con este tío, que se emboba siempre en el camino y llega a las mil y una. ¡Me cago en crista… y que no sirve con el. Tos los días comemos el almuerzo helao. Y que no escarmienta, el modorro éste!
Escondió el bastardo detrás del cuerpo, pero era demasiado tarde. El padre lo había visto, así es que decidió dejar de disimular y enseñárselo. El padre dio un respingo de potro espantado y se quedó paralizado. Cuando pudo reaccionar acertó a decir:
- ¿ Pero que hostias es eso que traes, un bastardo?. ¿Dónde te lo has encontrao?¿Tira eso ahora mismo, so guarro, que vas recogiendo todas las marranás que te encuentras… Me cago en….
- No me lo he encontrao, lo he matao yo.
_¿Cómo que lo has matao tú? ¡Capaz seras, mendrugo, de andar cazando bastardos! ¿Pero que te he dicho yo de esos bichos?¡ Cualquier día te mete uno pa la hura y allí te come! ¡¡ Tira eso ahora mismo!!
- Es que estaba en el medio del puente de la gavia del molino y no me dejaba pasar- dijo el niño amohinado-. Lo he matao de un cantazo con el tirador.
_Mira que llegas a ser mentiroso… ¡Si te dan un miedo que te cagas las patas abajo…!
- ¡Pues lo he matao yo, me da igual que no te lo creas!
- Te he dicho que lo tires ahora mismo en la cuneta que te sacudo un soplamocos que te apaño. Y ya te puedes estar lavando las manos en la regatera del agua, que o si no no almuerzas esta mañana. ¿Cómo llegas tan tarde?
-Es que entre el hombre del mudadal, los pájaros, la rana y el bastardo…
- ¡¡Pero de qué coño me estás hablando de mudadal, pájaros ranas, ni la madre que los parió…!!
- Es que también ha cazao un pardal y una rana- dijo al tiempo que metía la mano en el bolsillo del pantalón y sacaba la rana con la lengua fuera y el pájaro con la cabeza destrozada-. Pue eso, que entre…
- Te mato, me cagüen D….. Te mato pedazo de burro… Tira todas esas marranás ahora mismo. Y vete a lavarte las manos que te estrangulo. ¡Tú esta mañana no almuerzas! Ya te puedes ir a arrear el burro, que hasta la hora de comer no almuerzas, melón, más que melón. ¡Así llegas a estas horas!. ¿A qué hora has salido de casa?
_ Cuando salía el sol. Pero es que me encontré con el hombre del mudadal…
- ¿Pero quien coño es el hombre del mudadal?
- Ese alto, mu feo, que tiene un diente de oro…El que besó la calavera en el cementerio…
- ¿Qué calavera?. ¿Pero qué es lo que te estás inventando ahora de la calavera?.
- El del día del entierro del tío Arístides, que cogió la calavera de su madre y la besó.
- ¿De qué madre? ¿Pero tú te has vuelto loco?. ¿Quién va a saber cuál es la calavera de su madre?
- Dice que la sacó por el olor. Que todas las madres tienen un olor especial, como las ovejas…
-¿Como qué ovejas? ¿Pero cómo van a oler las madres como las ovejas, so zángano?
- No, yo no he dicho eso. Las madres no vuelen a oveja, pero los corderos chicos saben quién es la madre de cada uno por el olor…
- ¡Ah!, dijo el padre, un poco harto ya de las cosas que le contaban. Por el olor. ¿Y a que vuelen las madres?
- Dice el hombre del mudadal que las madres tienen todos los olores del mundo…y que las madres muertas vuelen igual que las vivas…y que el olor de una madre cuando se muere, se queda en casa y que…
- Déjalo, déjalo…Ya me lo contarás después… Trae p’acá la cesta que almorcemos, que estará el almuerzo como el carámbano… Como cada día, porque a ti no hay dios que te escarmiente… Cualquier día agarro un bardiasco y te mido bien medido, dijo el padre medio resignado ya, por el hambre y el estupor.
El niño cogió la cesta, que todavía dejaba escapar alguna gota de café y con mucha desconfianza la acercó a donde estaba el padre. Siempre almorzaban a la sombra de los espinos que daban entrada a la huerta, porque era un sitio fresco. Tenían un par de piedras grandes que le servían de asiento y un saco de esparto viejo, enrollado entre las matas que le servía de mantel. El padre desenrolló el saco y lo estiró sobre la fresca hierba, entre las dos piedras y abrió la cesta. Ya estaba acostumbrado a lo que vio, así es que movió la cabeza resignadamente, miró al niño con ojos de fastidio y no dijo nada. Sacó el perol esmaltado, gris por dentro, rojo por fuera y levantó la tapa. Todavía humeaba un poco.
- Menos mal que tu madre ya te conoce y debe poner la leche hirviendo, porque no sé como esto puede estar caliente todavía… ¿Dónde están las cucharas?.
- ¡Yo que sé.!. Pregúntaselo a la mama, que es quien hace la cesta, -dijo el niño-, mientras se lavaba las manos en el agua fresca de la regatera que discurría zigzagueando entre los cerros que formaban los canteros. Se habrá olvidado otra vez de meterlas… ¿Me voy a darle al burro?
-¿Tú ya has almorzao en casa?, dijo el padre haciendo ver que no se acordarba ya del castigo que le había impuesto.
- ¡Yo no!. Dijo la madre que metía almuerzo pa los dos. Pero como me has dicho…
- Anda, anda, lávate las manos y ven al comer, que andarás muerto de hambre. Ya no me acuerdo de lo que te he dicho. Haremos las cucharas con los rescaños del pan, como siempre.
El padre sacó el pan y lo cortó con la navaja que siempre llevaba en el bolsillo del pantalón. se la había traído su hermano Manuel de Bilbao un verano y el padre no se desprendía nunca de ella. Era una navaja mediana, con las cachas de nácar blanco y una pestaña en el inicio de la hoja de acero inoxidable, brillante y bien afilada, que servía para todo. Tenía unas letras gravadas que ponían “108 girodias”. ALBACETE. Decía el padre que el tío se habría dejao buenas perras pa comprarala, porque era de muy buena marca. Luego, con mucho cuidado vació la miga de dos rescaños para convertirlos en un cuenco, le cortó uno de los bordes y formó una cuchara que les serviría, como tantas otras veces, para compartir la leche con café, migada con pan, que era siempre el primer plato del día y el último de la noche. Por la mañana caliente y por la noche fresca, pues la madre la ponía entre dos corrientes de aire de la casa durante toda la tarde para que se enfriara. No había nevera, pero tampoco hacía mucha falta.
Los rayos metálicos del sol se filtraban por entre las ramas de los espinos, creando una simetría fina de líneas perfectamente rectas, donde el polvillo del camino creaba distorsiones de un color blancuzco, que se perdían al llegar al suelo verde. Algunas veces los pájaros cantores, jilgueros, verderones y pimienteros, atraídos por el olor de la comida, se posaban entre las ramas, acechando las migas de pan o de huevo y farinato que se desprendían de las manos de los que comían y que eran un manjar exquisito para ellos y dejaban escapar melodiosos cánticos que llenaban la naturaleza de una sensación inenarrable de armonías bellas.
Las hormigas competían con ellos, pero sabiendo que tenían la partida perdida de antemano y que en el mejor de los casos servirían de alimento a las aves, se mimetizaban entre las hierbas más altas tratando de pasar inadvertidas, sin conseguirlo nunca. Siempre acababan sirviendo de postre para un ruiseñor, un tordo, un jilguero o una oropéndola. Era la ley de la naturaleza. Los más débiles sirven de alimento a los más fuertes.
Un escarabajo pelotero, negro como un tizón, atravesaba los cerros arrastrando su pelota de basura, tratando de ir lo más rápido posible de un agujero inundado por el agua del riego y ponerse a salvo entre las hierbas del vallado, donde, seguramente, tenía otra hura. Pero un tordo, de plumaje negro zaino, salió rezongando de entre los espinos albares, cuajados de flores blancas y de hojas de verdores brillantes al sol de la mañana, lo enganchó entre las valvas de su fuerte pico y piando escandalosamente se perdió entre el seto del vallado para almorzárselo tranquilamente.
El niño trató de seguir un rayo del sol, de los que se filtraban entre las ramas, metiéndolo entre sus manos ahuecadas, pero el sol lo cegó totalmente y bajó la vista al suelo. Durante un breve momento cerró los ojos y una cortina de colores se formó en su cerebro, recordándole las luces de un carrusel de feria.
- ¿Este año iremos a la feria, padre?
- Ya veremos, lo que dan de si las alubias. Parece que mala pinta no llevan, pero en estas cosas del campo ninguno está libre de que un mal nublao aparezca un día y nos joda tol trabajo del verano. Y si no hay perras, no hay feria. Anda, arrecoge los cacharros y vete a arrear al burro. Friega los cacharros con la arena del pozanco por donde sale el agua y los pones a secar al sol.
-¿ Puedo coger la rana y el pardal?
-Haz lo que quieras. Ya que los has cazao. Y no te vayas al regato a cazar más ranas, que como se pare el burro te arreo un mosquilón detrás de las orejas…que te avío.
Un sol implacable del julio castellano llenaba el campo con los mil colores de las huertas, sacando brillos transparentes en el regaterón del agua que discurría cantarina para dar vida a las plantas que, si un mal nublao o una epidemia no las estropeaba, darían vida a una familia durante un año más, que es a lo que un labrador pobre aspiraba. hacía muchos años que una guerra cruel y fratricida y el nudo de una dictadura salvaje, les había hecho renunciar a la esperanza de una vida mejor. Sin embargo el hombre trataba de sobrevivir agarrado como una lapa, al trozo de tierra aterronada, que aún le permitía soñar en una vida mejor.

                                       M. Pablos.

A mi padre, Germán y a todos los que como él dejaron una parte de su vida entre los cerros. Con mi cariño y mi reconocimiento.


17 de febrero de 2014

El Hombre del Muladar

Manuel Pablos, describe en este relato, algunos de los momentos de la vida de  un niño y los habitantes de  su pueblo, (nuestro pueblo).
Nadie como él sabe utilizar el lenguaje de ese ambiente rural de épocas pasadas. Y para quien  conocemos esa forma de expresarse  y hacer de nuestros mayores, nos es fácil situarnos en el momento exacto de la historia, sintiendo que también  somos parte de ella.
No perdáis la ocasión de emocionaros.

Los pájaros reñían como cada mañana en lo alto del tejado de la cochera de Paco el  Patito, cuando el niño enfilaba el camino de La Fuente con la cestilla del almuerzo colgada del brazo, doblado en forma de ele. Dejó la cesta en el suelo, se sacó el tirador del bolsillo del pantalón, puso una piedra en la piel de gato y con mucho cuidado dirigió la horquilla hacia el tejado y puso entre los palos en forma de  uve a uno de ellos. Estiró las gomas  y soltó la piedra. El pardal pegó un bote y cayó como un fardo en la tierra del camino. El niño pegó un salto de alegría, se le aceleró el corazón y corrió hacia donde había caído el pájaro, que daba vueltas con los estertores de la muerte, intentando elevarse hacía un cielo que ya nunca más surcaría. El niño lo agarró por las patas y le dio un golpecillo en la cabeza contra una piedra y el pájaro se quedó rígido, con las patas muy estiradas. Se lo metió en el bolsillo  izquierdo del gastado pantalón de pana, guardó el tirador en el bolsillo derecho, agarró la cesta y continuó su camino. El sol comenzaba a asomar por la gavia del molino y a pesar de que era verano, hacía un cierto fresquillo  que hizo que su cuerpo se estremeciera un poco. En las alamedas los pardales, ruiseñores, jilgueros y verderones, montaban una orquesta indescriptible de trinos, saludando los primeros rayos del sol. Del alto del campanario le llegó el  crotoreo de la cigüeña que se desperezaba de su garabato y desde su atalaya escrutaba el campo en busca del almuerzo.
Al llegar al puentecillo de piedra, desgastada por el uso diario de las pisadas del hombre y de los animales, en vete tú a saber cuantos cientos de años, oyó croar a las ranas y vio una enorme medio escondida entre las espadañas. Estaba encima de una hoja grande y su piel verdosa oscura, llena de manchas negras, brillaba con la luz matinal. Volvió a dejar la cesta en el suelo, sacó de nuevo el tirador, cargó la piedra, apuntó al cuerpo del animal y tensó las gomas, la piedra salió disparada y la rana quedó boca arriba estirando y encogiendo las patas, con un palmo de lengua asomándole por la boca. El niño bajó al regatillo, recogió la rana agarrándola por las patas y le dio unos golpes sobre una piedra hasta que notó que ya no se movía. Se la metió en el bolsillo, junto con el pájaro, volvió a cargar con la cesta y enfiló el camino, con los ojos brillándole como ascuas.
- Que bueno soy, con el tirador- se dijo para él mismo-; cuando se lo cuente al padre, no se lo va a creer.
Después de la curva del regato salió a la llanura y los rayos del sol incidieron en sus ojos, provocándole una ceguera momentánea y haciéndole saltar las lágrimas. Se los frotó con el dorso de la mano y se los protegió haciendo visera con la misma mano sobre la frente, hasta que vio de nuevo. Y entonces lo vio.
El hombre del cementerio estaba en medio del muladar con la horca clavada en la basura. Era alto, feo de cara, un tanto desgarbado de cuerpo y con una ligera chepa, fruto del trabajo de muchos años. Llevaba un jersey viejo y unos pantalones muy sucios, de pana, llenos de remiendos. Tenía puestas unas botas altas de goma negra, por las que resbalaba un líquido de color marronoso, que cubría el suelo entre las dos partes en que había dividido al muladar. El olor era nauseabundo, pero al hombre no parecía importarle mucho. Cuando llegó a su altura, el hombre dejó el trabajo, lo miró con curiosidad, envaró la figura y mirándolo con sus ojos saltones le dijo:
- Buenos días, amigo. ¿ Pa onde caminas con la cesta?
- Buenos días,- le respondió-; pos voy a la buerta, a llevarle el almuerzo al padre.
- Coño, pues no andes diendo, hombre. Déjala aquí y así no tendrás que cargar con ella.
- ¡Si hombre!- le respondió -, y luego cuando llegue… ¿qué le digo a mi padre?.
- Pos que le vas a decir, que nos hemos comido el almuerzo en el camino. ¿A él que más le da?
- Ya…claro. Tu eres mu listo, dijo el niño riéndose… ¿ qué estás haciendo con la basura?
- Le estoy dando la vuelta al “mudadal”, pa que se cueza bien y salga buen estiércol.
- ¿Los “mudadales” se cuecen?, dijo el niño abriendo mucho los ojos.
- Pos luego. Se tienen que cocer bien, pa que se mezclen los jugos y cuando se tiren en la tierra le den buen alimento al trigo, hombre.
- ¿El trigo se alimenta de basura?
- ¡To, coño, pues claro! y del agua que cae cuando llueve y del sol y de las cubiertas… y las remolachas de la tu buerta también…
- ¡ Si, hombre, ¿y qué más?.!  Yo he comido las remolachas de la mi buerta y saben dulces y la basura debe saber a mierda.
- Pa chasco. Si la basura es mierda, ¿a qué va a saber?. Yo no sé mu bien como pasa, porque casi no andé a la escuela, pero las cosas son asín.
- ¿Y no te da asco estar ahí con lo mal que huele?
- ¡Joder, si me da asco!, pero a ver qué va a hacer uno. Si se quiere comer, hay que trabajar….!
De debajo del muladar salía un líquido marrón, oscuro y maloliente, que iba resbalando por la cuneta para perderse entre los yerbajos de la orilla del camino y por encima, los rayos del sol naciente dejaban entrever un humillo que ascendía hacia el cielo puro de la mañana y se diluía en el aire frío, despidiendo un tufillo desagradable que hacía que el niño arrugara la nariz y su cara se plegara en un rictus de desagrado. Las botas del hombre chapoteaban en ese lodazal con un ruido desagradable, dejando escapar por debajo chorrillos putrefactos, pero el hombre seguía con su tarea, ajeno por completo a lo que para él era natural.
- El otro día te vi en el cementerio – le dijo el niño-; en el entierro de mi tío Arístides.
- ¡Ah sí!, que en gloria esté. Mira al hombre se le arregló pronto el asunto. Y no era nada viejo, pero toda esa familia de los herreros se van muriendo jóvenes. Mira tu abuelo Manuel, no llegaba a los cuarenta. Tu no lo conocistes. Lo llamaban el tío Boquiche, porque tenía una boca mu chica. Y era chiquitillo y poca cosa, pero no veas lo listo que era el jodío. Te arreglaba las arrejas en ná. Y te hacía cualquier herramienta bien rematá y en poco tiempo. La bola y la cruz que hay encima del campanario las hizo él. Y las cercas de hierro que hay en las tumbas del cementerio, esas que están tan bién trabajás, entre tu tío Arístides y tu abuelo las han hecho, yo creo que todas.
- Te vi besar una calavera que había en el montón de tierra…
-Sí, era la de mi madre, que se murió hace tiempo.
- ¿Y cómo sabías que era la de tu madre?
-Por el olor. El olor de una madre no se olvida nunca. Yo creo que como de chiquinines te dan tanto la teta y te acunan tanto, te se queda el fato enganchao en el cerebro y ya no te se desprende nunca.
-Pero los muertos huelen mal, ¿no?
- Buelen mal si no son los tus muertos, pero la calavera de mi madre olía a madre. Mira los corderos: Ende chiquinines, recién nacidos, se agarran a las tetas de su madre a mamar y ya no se confunden nunca. Entre todas las ovejas que aiga, siempre se van a la que es su madre. Y ya se están con ella pa siempre. Eso es por el olor, que se les queda dentro. Porque ellos inteligencia…no creo yo que tengan. Ya te digo, galán, el olor de una madre es pa siempre… una madre tiene todos los mejores olores del mundo y, cuando se muere, el su olor se queda mucho tiempo por la casa, como si no quisiera irse. Y hala, camina con el almuerzo, que cuando llegues a la buerta va a estar frío y yo ya he descansao un rato. Ya charlaremos en otro momento.
El niño cogió la cesta que había dejado en el suelo, se la colgó en el brazo y se despidió del hombre del muladar.
- Bueno, pues hasta otro rato. 
-Con dios, galán. Y vete ligero, que tu padre tendrá hambre.
Arrancó camino arriba, mirando a derecha e izquierda. Las huertas sembradas, estiraban sus hojas al sol naciente como si despertaran del frío y la modorrera de la noche. Los cangilones de las norias cantaban, desentonados, sus eternan cantinelas, llenando el aire de ruiditos que él había aprendido a distinguir. Esta es la noria de los carniceros y esa la de Chencho y aquella la de Tanis, y aquella otra la de Elías. Había recorrido tantas veces el camino que, a veces, se entretenía intentando adivinar de quien eran los sonidos. Así el camino se le hacía más corto. Al llegar a la curva de la cuesta, se asomó un momento a la fuente donde bebían las caballerías cuando volvían de las tierras. El padre le había contado que en aquella fuente se ahogó una chica del pueblo a la que habían matado el novio en la guerra y cuando pasaba por allí le daba una tiritona y se santiguaba, no fuera a ser que se le presentara la muerta. ” y tu tío Manuel y yo bebimos agua, cuando la moza estaba debajo, que ya le dije yo a tu tío que no bebiera, que parecía que estaba un poco revuelta, pero él bebió. Imagínate si sale p’arriba cuando estamos bebiendo. Nos da un susto que nos mata”
La tierra de la izquierda le llamaba mucho la atención, porque siempre la sembraban de girasoles y por la mañana miraban al sol, pero a mediodía, cuando volvían a casa se habían girado y le daban la espalda. El padre le había dicho que por eso se llamaban girasoles. Cuando las pipas estaban maduras, casi al final del verano, algunas veces arrancaba un trozo y se lo iba comiendo por el camino. De entre los girasoles salió alborotando una bandada de jilgueros jóvenes, haciendo ondulaciones con sus cuerpos mientas esparcían sus cantos por el aire fresco y se posaron en unos cardos que había un poco más arriba a la derecha. Instintivamente echó mano al tirador y cargó una piedra en la piel de gato, por si cuadraba que se dejaran arrimar, pero los jilgueros eran muy desconfiados y no dejaban que los humanos se les acercaran a no ser que estuvieran cantando distraídos entre las ramas de algún espino. Cada vez que iba llegando a donde se habían posado, levantaban el vuelo y seguían subiendo y bajando en sus vuelos, un tramo más. Echó a correr para ver de acercarse antes y entonces notó como de la cesta empezaba a caer un líquido marronoso, que iba regando el polvo del camino, dejando un regaterillo húmedo en la tierra reseca…
- ¡me cagüen todo…! Gritó desesperado. ¡Se ha vertido el café!
Levantó la tapa de mimbre de la cesta y vio como la tapadera del perol del café estaba caída y una parte del líquido había ido a parar al plato de los huevos y el tocino frito y había empapado el pan de café con leche.
- Mi padre me mata, pensó. Por lo menos es la cuarta vez que me pasa lo mismo. A ver que me invento hoy.
Y con la angustia en el alma y la regatera del molino a su derecha, siguió camino adelante. Los jilgueros, como si se rieran de él, atravesaron el camino y siguieron riéndose hasta perderse de vista.
- Reíros, reíros, cabrones, que ya nos volveremos a encontrar cuando no lleve la cesta.
 Cuando llegó a la altura del puentecillo de la gavia del molino, algo que había en el medio le hizo dar un grito de miedo y un salto, mientras arrancaba a correr hacia atrás chillando y llorando.
 (continuará)
                                                  Manuel Pablos