Este Blog ha nacido para dejar volar la imaginación, y al igual que las mariposas, anuncian su presencia con el aleteo de las alas, espero de vez en cuando volar para encontrar historias que contar.

30 de diciembre de 2016

En el año 1993 Una fiesta en Menorca.

24/06/2013
Cuando los años no nos pesaban tanto y nos comíamos el mundo,  por la fuerza e impulso  que nos movíamos  y,  acabábamos de llegar a Menorca de diversas ciudades procurándonos eso que se llama porvenir, decidimos un grupo de amigos, disfrutar de las fiestas de Ciudadela. San Joan estaba a la vuelta de la esquina invitándonos  a pasar un día de jaleo,  y no solo en el sentido que se entiende en estas fiestas.
Cuando llegas a Menorca por primera vez, la isla se te queda pequeña, las diversiones no son muchas y tienes que aprender a vivir en ella sacándole el jugo a lo poco, pero bueno que tiene. Los veranos eran pasables, los inviernos,  hibernabas como las tortugas que habitan en la isla de forma abundante. De manera que las fiestas locales y las de San Juan en concreto, abren la veda del resto de fiestas de los pueblos Menorquines.
Tres matrimonios y Lali que se encuentra sola porque, su marido en esos momentos está trabajando fuera, deciden disfrutar de ese día de fiesta  alentados por el hecho de que una de las parejas, era de la isla, además  con familiares o amigos en Ciudadela y esto iba a propiciar vivir la fiesta desde dentro. Pues todas  las fiestas locales, los lugareños las viven con una intensidad y afecto  distinto de cómo las puede vivir un forastero.  Y  nosotros, excepto una de las parejas éramos “forastés “.
 Íbamos a tener la oportunidad  de vivir San Juan a todo trapo. Visitaríamos diferentes casas de familias que como era costumbre abrían las puertas de las casas, con mesa puesta para comer y beber los productos típicos  de la isla, no solo a familiares y amigos, sino, a todos los que a éstos acompañaran.
Cuando llegamos a Ciudadela aparcamos los coches fuera de la ciudad puesto que toda ella es una fiesta, no es muy grande y esos días lógicamente no circulan por ninguna calle.
Entramos en la ciudad ya caminando, enfilando la calle principal para recorrerla hasta llegar a la plaza principal y ahí la fiesta ya se hacía sentir esperando que los caballos dieran su vuelta. Mientras, la gente calienta motores, haciendo honores al  Gin  Xoriguer, con limonada, lo que se conoce por pomada.  
Cuando se dice Gin Xoriguer con limonada es decir poco, la limonada es más bien escasa y el Gin Xoriguer no es un Gin cualquiera, es primo hermano del Aguardiente o la Cazalla. Buena parte de nuestro grupito iba dispuesto a meterse en fiesta y hacer los honores a la famosa pomada. Y para ello no se pasa ninguna pena, todas las calles están llenas de chiringuitos con un minúsculo mostrador, donde sólo se dispensa “Pomada”.  Como la buena costumbre indica hay que hacer parada en todos los chiringuitos que veas… Así nos lo hizo saber el más juerguista del grupo y además todos debíamos de pedir y beber "pomada"… Mi  amiga Lali, cuando escucho este discursito se acerca a mí y al oído me dice; 
-Uf, pues yo...,  si en una fiesta bebo dos copas de champan, me da por llorar porque me acuerdo de mi abuelo muerto.
-No te preocupes, -le dije- haces como que bebes y lo tiras…
-Bueno de todas formas, habrá que beber algo, hay que meterse en la fiesta y pasarlo bien.
-Tú misma, ten cuidado, yo no tengo intención de beber y pienso  pasármelo bien.
Empezamos el recorrido, entre pomada y pomada, nos acribillaban tirándonos puñados de avellanas que, ya debía hacer tiempo que habían empezado a tirar porque el suelo era una parva de ellas y lógicamente caímos en la ignorancia del forasté. Uno de ellos exclamó;  ¡Coño con lo caras que son! Los menorquines rieron con ganas… -¡Puedes coger todas las que quieras, están vacías!
Caminábamos por la calle de la forma que suele pasar cuando se va en grupo, y hay tanto barullo, unos cuantos delante, entre los que se encontraba Lali y, otros cuantos detrás, íbamos tranquilamente sorteando a la gente y habiendo hecho tres o cuatro paradas en los chiringuitos.  En un momento, veo como una de las chicas que iba en el grupo de delante, se dirige hacia mí que iba en el grupo de atrás y me dice; - Oye, que Lali está llorando porque dice que se acuerda de su abuelo muerto…
A lo que uno de los del grupo dice; -¡No me jodas que se ha muerto su abuelo y se ha venido a la fiesta!
Le digo; Tranquilo, su abuelo hace veinte años que se murió, solo tiene que dejar de beber pomadas y se le pasará.
¡La fiesta empezaba bien! 

                                        María Calzada

1 de julio de 2016

El Retrato



Fueron veranos inolvidables de los que guardas en la memoria con aderezos de nostalgia  para sacudir la monotonía diaria y redoblar  la certeza de que nunca más se repetirán.


Atrás quedaron las esperadas vacaciones, donde mis abuelos y tíos formaban parte de esa felicidad temporal, de abrazos y sonrisas francas, donde todos se volvían un poco niños, consiguiendo hacer mis veranos, inolvidables.

Cuando los recuerdos  me llevan a aquel tiempo, me invade una emoción y tristeza infinita, porque todo lo que mis abuelos representaban ya no está, incluidos mis padres y una parte de mi vida que quedó en ese lugar.

Y hoy después de muchos años, vuelvo a esos recuerdos con extraordinaria nitidez, por esas sorpresas que da la vida…

Mis vacaciones estivales fueron siempre en ese pueblo de Castilla, donde el paisaje era limpio y extenso, cuando el trigo parece juntarse con el cielo, y el tórrido sol aprieta, haciendo del paisaje una mezcla de colores ocres, con el azul intenso del hondo horizonte, que como decía mi abuelo, está donde Cristo dio las tres voces.

En el rincón de mi memoria hay detalles que mi adolescencia recogió al vuelo, haciendo un perfil, igual equivocado, del carácter rural de sus gentes.

Gente aparentemente pausada, donde pueden decir mucho hablando poco. Donde la boina igual los resguarda del frio que del calor, O la sagacidad de la vista, ya de lejos,  es capaz de distinguir, si el vecino ha metido el arado en mitad de su linde. Son austeros y capaces de pasar el tiempo sentados en el poyete de la puerta, viendo pasar a la gente. Solo en las fiestas pasan a un estado irreconocible de jolgorio, con cantes y bailes y reconciliarse hasta con el campanario de la iglesia. También son retazos, recogidos de mis progenitores que a golpe de morriña, fueron inoculando en mi carácter.

 Y ese verano, que iba a ser uno más, resultó ser el último.  Llegaste por casualidad, de improviso. Tú eras el nuevo forastero, con un aire de indiferencia y rebeldía que distaba mucho de la educación mojigata a la que yo estaba acostumbrada. Al principio te miraban con reticencia, pero supiste ganar al grupo...

Éramos dispares en el carácter, dando lugar a ver y hacer las cosas de forma distintas. Pero nos unía la misma razón por la que estábamos allí. Éramos hijos de emigrantes, nacidos lejos del pueblo de nuestros padres, que seguían trabajando en otros puntos de Europa, mientras nosotros, uníamos lazos con abuelos y tíos y tratábamos de entender la nostalgia de nuestros progenitores  por el lugar que les vio nacer.

La gente nos observaba sin disimulo, nos admiraban en ocasiones y en otras nos criticaban, por simplezas que nos costaba entender. Tú eras un joven con veinte años bien recorridos y yo, una adolescente aspirante a joven con deseos de independencia y libertad. Una situación que por la época, no se le permitía a las mujeres en la misma medida pero, que, en el pueblo parecía que podíamos ejercer por aquello de que el espacio no era extenso y los ojos muchos para observar.

Fue un verano distinto, de salidas sin horario, paseos interminables con un montón de anécdotas que hoy todavía me hacen sonreír, sobre todo porque la distancia del tiempo,  hace ver con más certeza la inocencia de una edad, donde nos quedaba mucho por vivir.

Mil anécdotas vivimos por las calles y veredas de aquel pueblo, mientras su gente, curtidos por el trabajo, se afanaban presurosos a recoger la cosecha, antes de que llegaran las primeras tormentas de agosto.

Eran tiempos de segadores y carros tirados por bueyes. Vivimos la estampa de un pueblo sin respiro hasta llevar la cosecha a las eras, para trillar y luego aventar, para separar el grano de la paja.

El retrato de la gente trabajando en las eras, era lo primero que encontrábamos cuando salíamos a los largos paseos y cuando empezábamos a ver el acarreo de costales, sabíamos que el fin del verano estaba cerca.

 Hasta entonces no mirábamos el calendario. Vivíamos de espalda a ese inmenso trabajo, difícil de calibrar la importancia de todo ese esfuerzo, donde abuelos y muchos jóvenes como nosotros se dejaban la piel, para sobrevivir a duras penas, algunas familias, y para otros, ayudar  a llenar los Silos, la mejor despensa que tuvo España.

Para nosotros el verano era sin prisas, inmersos en nuestras cosas, fiestas improvisadas o simples corrillos a la puerta de una casa, haciendo más cortas las noches de verano, contando  historias, en las que entonces nos parecía que nos iba la vida.

Sin darme apenas cuenta te adueñaste de mi voluntad. Me gustaba tu figura, la forma de expresarte, el movimiento de tus manos al hablar, hasta las historias que contabas… ese aire bohemio y la facilidad y cercanía con la que me tratabas.

Hasta creí que te acercabas a mí de forma diferente… y ahí empezó mi locura.
Esperé a que me dieras una señal de esperanza de que no iba a ser un verano cualquiera. A que no era una tontería mía. Fuiste el artífice de marcar un verano muy diferente en mi vida.

Pero antes de que empezáramos a pensar en el fin de las vacaciones, desapareciste, dejándome una sensación extraña, un vacío que ni siquiera sabía si tenía derecho a sentir. A partir de ese momento, el lugar se me antojaba gris, frio y solitario.

Durante mucho tiempo, recordé todos tus gestos, cada palabra que decías, y como la decías. Muchas veces me pregunté, si entre tú y yo, hubo mucho o no hubo nada. Pero te lleve conmigo durante años. Formaste  parte de mis sueños y fantasías, durante casi toda mi juventud. Tú recuerdo era la evasión a todo lo que no me gustaba y llenaste mis espacios vacíos de mil formas distintas. Idealice un hombre que seguro no eras.

Pero poco a poco todas estas cosas, quedaron atrás. Se fueron diluyendo a medida que crecía junto a mis expectativas de vida. Si en algún momento volviste a mi memoria, fue para recordar con una sonrisa, la capacidad de mis fantasías. Pasado el tiempo, hasta dudé de tu existencia. Hasta el pueblo se iba borrando de mi memoria por esas cosas que tiene la emigración, que si no pones remedio borra toda nuestra identidad.

Y no tuve oportunidad de poner remedio a nada de lo vivido porque al final no somos dueños de nuestro destino. Me fui a estudiar a Paris, dejando a mis padres al borde de la frontera española, donde siempre vivieron, ni muy lejos ni muy cerca de la tierra que los vio nacer.

Y una vez más el destino se adueñó de mis proyectos. La orfandad llego a mi vida a punto de terminar los estudios y tuve que encarar la asignatura más difícil; sortear los miedos heredados de unos padres emigrantes. Desechar la sensación de ser de tierra de nadie. Olvidar la palabra regreso como si fuera el fin de una meta…aprendí a vivir en un lugar que por derecho era parte de mí, aunque en el fondo siguiera sintiéndome de ninguna parte. Son esos sentimientos extraños, una deuda heredada de mis mayores que yo tendría que saldar y que continuamente aparcaba en el rincón más oscuro de mis sentidos, porque no encontraba el modo de hacerlo.

Y después de muchos años, cuando ya parecía que todo estaba en su sitio, en mi paseo matinal por las calles de Montmartre,  en un día gris amenazando lluvia, hasta la Plaza du Tertre, (plaza de los pintores) te encuentro en este arrabal parisino… O mejor dicho, mi propio retrato, me detiene, para poner mi vida  en el punto de aquel verano.  Incrédula de lo que estoy viendo, mis ojos van del retrato, a la persona que está sentada al lado, pintando un cuadro. Soy incapaz de articular palabra, tratando de ubicar lo que estoy viendo…y no tengo duda de que soy yo, en aquellos años adolescentes.

No sé el tiempo que estuve inmóvil tratando de dar crédito a lo que estaba viendo, pero supongo que mi inmovilidad hizo que me miraras y que también te sorprendieras. Porque fuiste tú, quien rompió el silencio diciéndome, “sí, eres tú” y pronunciaste mi nombre como si fuera ayer la última vez que nos vimos. En ese mismo momento pensé que no podías haber ido a otro lugar mejor que  este; desinhibido, de vida despreocupada, alegría de vivir, y placeres mundanos, donde renombradas personalidades en el arte le dieron la prestancia que hoy tiene.

Tu retrato no está en venta, me dijiste, mientras nos sentábamos  ante un café. Y a medida que ibas  deshojando  la historia de tu vida, me iba encontrando más tranquila, pues en todo esto, me di cuenta, que tú habías perdido más que yo…y en ese momento supe que había llegado a la frontera de nuestra historia.


 María Calzada